Una nueva derrota, esta vez 15 a 40 frente a Cuyo, deja a Rosario en la posición más incómoda de las últimas ediciones del Campeonato Argentino.
Cada vez que conocemos el origen nos animamos a tratar los resultados con mayor poder para contrarrestar los efectos colaterales no deseados. Y desde este inocente comienzo iniciar un tratamiento despojado de toda mala intención, por el contrario, para largarse a transitar el verde sendero hacia el remanso.
Nuestra llegada al escenario no podría ser más decepcionante. Los profesionales prestos a trabajar éramos más que el público. ¿Hace falta nombrar que la entrada era libre y gratuita? No existía al unísono ninguna lista de medios de prensa acreditados. Intentamos culpar a la superposición con el test match de Los Pumas en Cardiff, en un infructuoso desvío hacia la espera del horario de kick off como destino final de una horda de gente queriendo ser testigo del partido. Pero no sucedió.
La sucesión de malos presagios se hicieron dueño de mis pensamientos antes del pitazo inicial. Es muy saludable desde mi catarata de opinión totalmente viciada de subjetividad por ser un confeso hincha del Ñandú, intentar nunca opinar de los árbitros. Siempre opinaré que es un ser humano, plausible de jugar mal un partido, pero que irreductiblemente siempre tendrá la razón y se lo debe respetar y ayudarlo. A favor de la autoridad máxima diré que no me pareció atinado que los treinta jugadores vistieran pantalones blancos y medias rojas. Estaba todo mal antes de arrancar.
Desde la obligación de mi investidura, papel y lápiz en mano como un gladiador blandido detrás de su escudo y empuñando la espada, me invade la bronca y el dolor. Sería un acto de injusticia irracional inquirir a los jugadores. Porque dejaron todo lo que tenían para dar, porque ante la convocatoria levantaron la mano y dieron un paso adelante sin excusas, sin compromisos externos prioritarios. Porque debe ser indescriptible la sensación de vestir esta camiseta. Creo que si la convocatoria se dirige hacia los periodistas que estábamos en el palco, varios golpearíamos los tacos y haríamos la venia.
Tras un envío desviado a los palos, indigna escuchar gente mayor criticando “. . .yo esa la meto hasta de espaldas. . .” Y la herida se agiganta desde el instante inicial hasta el final. Las Llamas con muy poco en el segundo tiempo, repito muy poco, se animó a jugar de contra aprovechando las urgencias del rival, rudísimos en el ruck y con los espacios abiertos en la zaga local no perdonó. Abusó de manera incuestionable del oportunismo en su favor. Calculo como una especulación netamente personal que el visitante se debe haber sorprendido de las ventajas que ofrecía el seleccionado rosarino.
Con los ojos empapados transité las horas posteriores a la consumación de la derrota. Aquellos que me conocen se acercaron a consolar mi tristeza. Pero no era tristeza. La irritación ocular era producto de ver y desmenuzar las estadísticas del partido y de los protagonistas. Entendí ausencia y desolación.
Nacida en mi egoísmo sueño con ver bien alta la bandera, muchos amistosos preparatorios durante el año, con el club anfitrión (cualquiera que sea) lleno de color, multitud de niños correteando con la camiseta de su club, el alrededor lleno de stands de sponsors, tiendas oficiales donde poder adquirir la vestimenta del seleccionado. Todo eso contagia, anima, siembra el sentido de pertenencia necesario para conseguir cosas importantes.
Mientras todo eso no aparece, seguiremos dependiendo del trabajo, la suerte, la providencia divina, la alineación de los cuerpos celestes, los amuletos, las costumbres, los rituales. Porque si no apoyamos TODOS no habrá caramelos de miel que puedan desactivar el conjuro. Y en honor a lo que repetidamente escribo en mis redes: “. . .están todos invitados a apoyar. A los detractores de siempre que no vayan. Son todos amigos del campeón, pero en las malas se borran. . .”