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De ángeles caídos

Después de una espera que duró dieciséis años Jockey se consagró campeón del Torneo Regional del Litoral tras vencer a Duendes por 37 a 36 en las cuatro hectáreas en el último minuto de juego.

Ya no hubo canciones motivacionales ni conceptos provocativos. Sólo ansias y concentración extrema. En la decisión intrínseca de estas situaciones sobrevive el espíritu más puro de la contienda caballeresca. Aquella que supo laurear a varios estandartes, aunque haya uno más repetido que los demás.

Y por detrás de la incertidumbre la búsqueda, el objetivo más próximo pero también el fin último. En declaraciones de la semana previa alguno de los protagonistas lanzó “si queremos un resultado diferente al de siempre debemos hacer cosas distintas” y fue todo un presagio de lo que vendría.

Hay un grupo que aun transitaba el estadio medio con las alas cortadas y sin poder conseguir ascender al paraíso, que supo masticar el abrasador del sub casi hasta el estallar de los dientes y nunca se entregó a ello. Era menester no quebrarse en la lucha a sabiendas que aunque tarde en llegar el horizonte se mueve.

En ese palpitar el viento se hizo calma para darle lugar al vuelo del tesoro, para quien lo sepa cuidar. No pecar de orgullo, exceso de amor propio, rebeldía a los designios, pérdida de fe, lujuria deportiva, y ser portador de la luz se encumbró en la alquimia perfecta que desactivara el hechizo. Y aquel rincón arrebolado pasará a la historia por siempre como el comienzo del nuevo camino, de la nueva era.

Se deshicieron del fantasma que no les permitía convencer a su mente de poder más que el cuerpo. En el colofón de la lidia todos los presentes contuvieron la respiración. Unos agacharon la cabeza mientras otros alzaban los puños al empíreo. Desatando la pasión y desandando un mar de lágrimas convidaron a propios y extraños a disfrutarlas, pues ya no eran de tristeza y frustración como en el pasado sino de inextinguible alegría.

Para continuar con el protocolo habitual llegó el merecido piletazo. La nota de la tarde no fue esa. Cuando la estrella del equipo campeón salió del agua, una familia verdinegra se acercó a pedir una foto que inmortalice el momento y accedió. Mientras destellaban los flashes, el padre de familia se dirige a sus hijos y anuncia “así como nosotros festejamos tantas veces hoy les tocó a ellos. Hay que aguantársela, felicitarlos, y seguir siendo amigos para siempre”. De sólo escribirlo se me eriza la piel. No puede haber enseñanza más pura. Porque cosas desapercibidas como ésa son las que hacen a este deporte sobrevivir.

Que el campeón de este año sea de otro color insufla una renovación de matices al, según mi criterio, el torneo regional más lindo del país. Hay valores, hay lealtad, hay festejos. En definitiva hay rugby.

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